"Yo sentí toda la noche a mi lado aquel pobre cuerpo donde la fiebre ardía, como una luz sepulcral en vaso de porcelana tenue y blanco. La cabeza descansaba sobre la almohada, envuelta en una ola de cabellos negros que aumentaba la mate lividez del rostro, y su boca, sin color, sus mejillas dolientes, sus sienes maceradas, sus párpados de cera velando los ojos en la cuencas descarnadas y violáceas, le daban la apariencia espiritual de una santa muy bella consumida por la penitencia y el ayuno. El cuello florecía de los hombros como un lirio enfermo, los senos eran dos rosas blancas aromando un altar, y lo brazos, de una esbeltez delicada y frágil, parecían las asas del ánfora rodeando su cabeza. Apoyado en las almohadas, la miraba dormir rendida y sudorosa. Ya había cantado el gallo dos veces, y la claridad blanquecina del alba penetraba por balcones cerrados. En el techo las sombras seguían el parpadeo de las bujías, que habiendo ardido toda la noche se apagaban consumidas en los candelabros de plata,. Cerca de la cama, sobre un sillón, estaba mi capote de cazador, húmedo por la lluvia, y esparcidas encima aquellas yerbas de virtud oculta, solamente conocida por la pobre loca del molino. Me levanté en silencio y fui por ellas. Con un extraño sentimiento, mezcla de superstición y de ironía, escondí el místico manojo entre las almohadas de Concha, sin despertarla. Me acosté, puse los labios sobre su olorosa cabellera e insensiblemente me quedé dormido. Durante mucho tiempo flotó en mis sueños la visión nebulosa de aquel día, con un vago sabor de lágrimas y de sonrisas. Creo que una vez abrí los ojos dormido y que vi a Concha incorporada a mi lado, creo que me beso la frente, sonriendo con vaga sonrisa de fantasma, y que se llevó un dedo a los labios. Cerré los ojos sin voluntad y volví a quedar sumido en nieblas del sueño. Cuando desperté una escala de polvo llegaba desde el balcón al fondo de la cámara. Concha ya no estaba, pero poco la puerta se abrió con sigilo y Concha entró andando en la punta de los pies. Yo aparenté dormir. Ella se acercó sin hacer ruido, me miró suspirando y puso en agua el ramo de rosas frescas que traía. Fue al balcón, soltó los cortinajes para amenguar la luz, y se alejó como había entrado sin hacer ruido. Yo la llamé riéndome:
- ¡Concha! ¡Concha!" (R. del Valle - Inclán, 1902).
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