CARICIAS QUE ESPERAN UNA NUEVA PRIMAVERA
Hasta mi lecho la raptaron unos brazos frágiles, clamando
ayuda ante una segura caída, pero cuando la depositaron lo convirtió en un
prado multicolor.
Llego a mi lecho pidiendo permiso en voz baja, con la
timidez de una flor que se abre por primera vez en una nueva primavera a una
abeja o a un colibrí.
Llego a mi lecho y susurró una infancia de danzarina escolar,
de vuelos y placetas en casco antiguo, de cuestas y felicidad.
Llego a mi lecho con los pétalos de una noche en soledad y
en un «me quiere» y un «no me quiere» desnudé su piel para que se fundiera con
mía.
Llego a mi lecho y lo llenó de palabras, suspiros y cerezas.
Sin prisa, con todos los miedos de la adolescencia perdida, pero con toda la
confianza de quien ha vivido el desengaño y de quien ha amado sin condición.
Llego a mi lecho emancipada y descubrí una geografía
elegante que rebosa vida, en la cual cada monte cada valle exhala fuerza y
vigor. Y se llaman libertad.
Llego a mi lecho reclamando caricias y llenando cada
sorpresa de alegría.
Dejó mi lecho y la vi con la cadencia perfecta de una
bailarina de bachata cruzar las habitaciones, sus braguitas de raso robaron mi
alma y me dejaron desnudo, sin psique.
Vuelvo a mi lecho y no me encuentro sin la flor que ha
robado mis sentidos.
Desde mi lecho sólo puedo hacerle una proposición formal de andante
caballero del XIX, trasnochado, vetusto, bohemio en bosques llenos de sombras
bajo la luz de la luna.
Cuando en tu lecho enraíza una flor y tienes en el
desenfreno la ternura de acariciarla únicamente puedes sentir su néctar cuando
vuelves a ese prado aunque sea en soledad.
A mi lecho no sé si volverá la primavera, pero mi alma está
tatuada de flores.
(El que escribe, 2017)